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La influencia del Kabuki en el cine de Yasujirō Ozu: un diálogo entre tradición y modernidad

Para entender parte de la esencia del cine japonés es inevitable posar la mirada en cómo se configuró la llegada del cinematógrafo a Japón. Esta tuvo lugar en 1897 y adoptó, inherentemente, el alma del teatro tradicional del país, atravesado por el Noh y el Kabuki. En esa unión semántica, podemos vislumbrar cómo emerge y se posiciona la figura del narrador (benshi) como nexo entre la narrativa y el público, cómo se utiliza el oyama (actor varón) en un rol femenino e incluso cómo se emplea una especie de telón para separar las escenas. Ahora, si partimos de esta base, podríamos leer al fotograma como parte del escenario, un lente espiritual que se aleja del imaginario expresivo occidental y engloba una estructura de antaño para concebir la expresividad a lo largo del tiempo, adaptándose a la incipiente modernidad con una identidad casi inamovible y matizada por una mirada sutil y pautada, irreversiblemente, por una perspectiva profunda sobre cómo percibir aquello que se ve y las formalidades que lo constituyen.

Dentro de los tópicos del primer cine japonés, de hecho, aparecen representaciones de escenas clásicas del Kabuki y de una nueva forma teatral llamada shimpa, que abordaba temas más actuales. Es sobre este sustento inicial que vemos cómo el cine japonés abrazó la interrelación de los elementos que hacían a la experiencia cinematográfica, y no sólo al cine en sí mismo. En ese sentido, fue tan valorada la figura del narrador que el cine silente continuó mucho más tiempo en Japón, incluso después de la llegada del cine sonoro. Como paréntesis, una gran película que homenajea esta era del cine nipón es “To Sleep So as to Dream” de 1986, dirigida por Kaizo Hayashi. En ella un metraje inconcluso de una cinta de cine mudo termina siendo el motor para una búsqueda poética de un tiempo que ya no es, y de los actores y actrices que les dieron vida a sueños atrapados entre benshi y amor por las imágenes fílmicas.

Pero si hablamos de estética japonesa, formalidades visuales y un uso ejemplar del silencio y de una belleza efímera atrapada en una lógica mono no aware, debemos centrarnos en el cine de Yasujirō Ozu. El vínculo más estrecho entre Ozu y el teatro Kabuki lo podemos ver en Kikugoro no Kagamijishi de 1936, el cual es un cortometraje documental que trata sobre el actor de kabuki Kikugoro Onoe VI y su representación de la llamada Danza del león, una de las piezas más difíciles del repertorio. Es importante mencionar que esta obra fue un encargo por parte del Ministerio de Educación, quizá con una intención política de sensibilizar de cara al exterior la imagen de Japón de ese tiempo. Aquí podemos ver, tal vez, el primer acercamiento de Ozu a su conocido “tatami shot”, poniendo la cámara a la altura del suelo, como si de un espectador se tratase. De este modo, la complicidad fotográfica, heredera de la ejecución teatral, le terminó dando a su cine una contraposición entre distancia y cercanía.

Esta idea dicotómica es una marca que sobrevuela toda la filmografía del director, naciendo desde el corazón de su cámara y trasladándose en lo narrativo a través de la disrupción entre tradición y modernidad, como una de sus inquietudes predilectas. En Ukigusa de 1959, remake de su film silente Ukigusa Monogatari de 1934, se problematiza la cuestión generacional a través de un grupo de actores de Kabuki que llegan a un pueblo costero para dar algunas funciones. Aquí, mediante diálogos, Ozu nos muestra como el líder de los actores no cree que ese tipo de teatro sea algo digno de explicar para una juventud que no va a comprender toda su profundidad. El Kabuki es algo de antaño, no es un arte que encaje con el Japón de la posguerra, mucho más centrado en el auge tecnológico y en construir sueños más individualistas. La selección del rol protagónico tampoco es azarosa, ya que Nakamura Ganjirō II era actor de Kabuki e hijo de actor de Kabuki. Esto queda en evidencia durante todo el metraje, ofreciendo una interpretación mucho más teatral y expresiva, que rompe con la parsimonia medida y reprimida habitual del cine de Ozu, haciendo que los demás personajes entren en un rango actoral efusivo y directo. Casi como testigos sentados en el Kabuki-za de Tokyō, la película se transforma de a momentos en un escenario en el que el drama familiar va creciendo a medida que el kabuki desaparece. Las funciones antes llenas, ya casi no tienen concurrencia, no hay dinero y la compañía no puede seguir sustentándose. Es un tradicionalismo que ha quedado atrás, pero también un mundo que no volverá. La mirada nostálgica del mejor Ozu nos susurra con calma, entre sus clásicos interludios contemplativos de la cotidianidad, un homenaje a la voluntad y la integridad de estos actores en una sociedad que los quiere olvidar. Dejando al final, un dejo de esperanza en el porvenir del jefe de esta compañía teatral. Siendo Ukigusa, literalmente “hierbas flotantes”, como si fuera una alegoría entre esta compañía actoral itinerante y la transitoriedad de la vida, haciendo del destino un acto impredecible repleto de colores cromáticos (extraño en su cine) y planos simétricos que, en conjunción al drama familiar, sólo el maestro Yasujirō Ozu nos podría dar.

El cine japonés, en su afán metódico y de herencia teatral, nos sigue buscando en lo invisible, en los planos sutiles, en la atmósfera implícita. Es un espacio en el que el corazón de la cinematografía sigue existiendo con personalidad y soltura. Desde el Noh y el Kabuki, pasando por el benshi, el cine de Ozu o una modernidad plagada de autores que ejemplifican lo mejor de la evolución narrativa fílmica japonesa y de su esencia inexorable. De este modo, el corazón del teatro tradicional japonés lo podemos encontrar en directores como Tetsuya Nakashima, con su teatralidad escénica en Kamikaze Girls (2004) o Memories of Matsuko (2006), donde el uso del color estiliza visualmente y es acompañado por interpretaciones que expanden una mirada dramática mediante emociones exageradas. Pero también en Ryūsuke Hamaguchi, quien en cintas como Drive My Car (2021) o mediometrajes como Heaven Is Still Far Away (2016) focaliza en las inquietudes humanas a través de diálogos extensos e introspectivos, haciendo que la narrativa prevalezca como si fuera un escenario de autodescubrimiento y exposición actoral.

Así, el Japón que ha sido seguirá siendo. Y sus raíces continuarán germinando el escenario de voces únicas, mucho antes de que sus danzas heredadas sean olvidadas en el silencio de un fotograma sin voz, mucho antes de que el telón del tiempo se cierre para siempre y no haya benshi que narre la disolución del verdadero corazón de las artes japonesas.

Por Fran Parisi
Imágenes: Japan Society, MUBI, Pinterest, En Filme, Le Cinema Club


Sobre Fran Parisi                                                             

Nacido en 1997. Actualmente se encuentra estudiando la Tecnicatura Superior en Lengua y Cultura Japonesa en el Instituto Nichia Gakuin. Amante del cine asiático, y en particular del cine japonés, al cuál se acercó mediante las películas de Naomi Kawase y Yasujirō Ozu. Su interés por Japón nace desde pequeño gracias al anime y el manga, lo que sumado a su gusto por la lectura y escritura lo llevaron a querer escribir sobre ello. Algunos de sus directores japoneses preferidos son Kinuyo Tanaka, Hiroshi Shimizu y Naoko Ogigami.

Referencias

Cid Lucas, F. (2010). Influencia del teatro clásico japonés en el cine, manga, anime y videojuegos: versionado, reciclado y usos varios de la materia teatral nipona.

Ruiz, H. E. (2008). Yasujiro Ozu: el cineasta de la teatralidad japonesa. Telón de Fondo

Pozo, M. (2023). La danza del león: Kikugoro no Kagamijishi (Yasujirō Ozu, 1935). Tren de Sombras.

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