Choko prefería escuchar, antes que hablar. Se sentaba en su sillón de un cuerpo frente a la mesa del estar y se quedaba quieto durante la tarde entera.
Al atardecer le gustaba cambiar de posición, y aun cuando las personas alrededor de él cambiaban de actividad, él seguía sentado mirando hacia la puerta de la cocina, como esperando que algo lo suficientemente atractivo saliera de la cocina en forma de cena.
Antes de dormir se sentaba en un almohadón en el piso de la terraza y con la cabeza cambiando de ángulo cada media hora, miraba el cielo como buscando recuerdos. Algunas noches se quedaba dormido en esa posición, y mi mamá le subía una manta y un radiador para que duerma más calentito.
Choko vive mudo en mí. Lo perdí cuando las voces de las personas todavía no se instalaban en mi cuerpo. Cuando las fotos casuales tomadas en un cumpleaños cualquiera detuvieron el pasado para regenerar su imagen en mi cuerpo de hoy.
En una foto mi abuelo está sentado en un sillón y mira a la cámara. Mi yo de cinco años se para al lado de él. Seguramente han puesto mi cuerpo ahí para la escena a fotografiar, porque mi yo pequeño sólo trajo a mi yo actual, una sensación de profundo respeto y cuidado hacia un señor frágil de movimientos suaves al que no me animaba a acercarme demasiado. Como un emperador que provoca sentimientos duales de atracción y distancia, mi abuelo con sus rasgos físicos y su color de piel, que lo hacían distinto a las demás personas de la foto, siempre estuvo rodeado por el silencio de lo desconocido. Por el susurro del misterio que envuelve todo lo no contado.
Mi yo actual viajó a Kadena para escuchar hablar a Choko. Para que la imagen de mi abuelo sentado en el sillón en un cumpleaños cualquiera, y las escenas imaginarias en la casa del barrio de Flores donde vivía, puedan contarme historias basadas en hechos reales, o al menos en pasados instalados en ecosistemas visibles.
Aunque siempre me divirtió la idea de cavar un pozo y llegar hasta Asia por un túnel recto, decidí tomar el camino más largo y acompañar la rotación de la Tierra hasta ganarle en velocidad para llegar a Japón.
Kadena es una ciudad al oeste de la parte central en la isla de Okinawa, que está al sur de la isla principal de Japón, más cerca de Taiwán que de la propia Japón. Llegar a Kadena desde Buenos Aires, implica una sucesión tan numerosa de pequeñas acciones de distinto tipo que listarlas para que la razón lo considere, me haría renunciar a la misión. Afortunadamente, ni Choko, ni yo, ni muchas personas más, cometen ese error racional que haría desaparecer a tantos de nosotros de la existencia.
La ciudad de Kadena es lo que queda, al verter un vaso de agua sobre un plano recién impreso. Si se derrama el agua siempre en el mismo punto, el agua irá configurando una franja nítida y tenaz que avanza despacio desde el centro hacia los lados llevándose consigo la tinta, hasta un momento en que el agua que terminó de caer deja de esparcirse y se detiene. El agua del vaso deshizo las aldeas delineadas con tinta que hubiera sido imborrable, si no hubiera existido una batalla en la que murió una cuarta parte de la población de la isla, apropiándose de la tierra, de la casa en donde creció Choko y desparramó a la familia Oshiro por rincones que me hacen imposible encontrarla.
Preparándose para la presumible invasión norteamericana, en el año 1944 el Ejército Imperial de Japón construyó una base aérea en Kadena, lo que provocó que la invasión del ejército estadounidense comenzara allí, buscando apropiarse de la base para su propia utilización.
Primero, la Batalla de Okinawa. Después, la base aérea norteamericana inmensa, crecida de la semilla de la pista aérea japonesa. Consecuencia: la casa de Choko estaba en donde hoy está la Base Aérea. Esa es toda la información, eso es todo lo que sabemos. Eso es lo único que puedo repetir sentada en el ómnibus que sale desde la capital de Okinawa en donde me alojo, mientras sigue su recorrido por la ruta 58 hacia el norte, hacia Kadena, bordeando durante 3km la base de un lado y la franja costera del otro.
Hoy Kadena es un pueblo comprimido limitado al norte por el río Hija, que desemboca en el Mar de China Oriental, y al sur por la base aérea. El sector más ancho, si reprodujéramos el amanzanamiento tradicional español, tiene seis cuadras de largo.
En ese punto me bajo, justo en la estación policial. La ruta sigue hacia el norte. El sol arriba mío, los árboles son chicos, no dan sombra y huelen a recién plantados. Debajo de la ciudad, a través de las tuberías sucias del pasado, fluyen las historias mudas, la cadencia de los días y las personas que no están. Conectando mis pasos con quienes sí están en la superficie, camino perdiéndome entre casas con techos de tejas cuyos interiores no puedo ver. Me los tengo que imaginar, recrear interiores reconstruidos de casas que fueron como la que ya no está.
Choko vivía cerca del río que fluye, enmarcado por ébanos, palmeras, cuevas, serpientes y puentes. Recorro la costa y como creo en fantasmas y confío en lo que me dicen, me siento acompañada. Del lado de enfrente un señor camina en círculos mientras fuma.
Me siento a mirarlo.
Después camino acercándome a la zona de Yara, en donde estaba la aldea de agricultores en la que presumo que vivía. Hago una videollamada con mi mamá, que está terminando de cenar, allá donde el sol ahora no ilumina.
Mi Hola es un Llegué. Su Hola es un Lo lograste. Paseamos juntas. Mientras caminamos, puedo contarle cómo está el clima, hablarle de lo que desayuné esa mañana después de despertarme en mi alojamiento cápsula, puedo invitarla a escuchar el ruido ambiente que rodea al mediodía okinawense. También puedo mostrarle la falta de veredas, que se repite en las ciudades japonesas, podemos comentar sobre la limpieza, la prolijidad, sobre los espejos en las esquinas para evitar choques. Pero no puedo contarle más que eso. Más que caminar juntas bajo el título: así es ahora.
Doy vuelta la cámara del celular para que deje de ver mi cara y pueda ver lo que yo veo. Paseo con el celular apuntando al camino. Sus silencios al otro lado de la pantalla resuenan junto a mis pasos. No nos vemos las lágrimas entre nosotras pero las dos sabemos que están ahí.
Subo al mirador desde donde los fanáticos de la aviación militar gozan al ver en acción su mayor aspiración aeronáutica. Son tres pisos de altura, pero es el único edificio público desde donde se puede tener una vista panorámica de la base. Me hago lugar en la primera fila de la baranda entre catalejos y espectadores con gorras y binoculares. El ruido que producen los aviones aterrizando y despegando deja a las personas hablando como si estuvieran en un juego de mímica intermitente.
Mirador frente a la Base Aérea de Kadena
¿Estamos todos mirando lo mismo?
Una vez más estoy en el margen, fuera de la planilla.
Todos sonríen y se maravillan desde la terraza preparada para admirar lo que está enfrente. El ambiente está cargado de ansiedad satisfecha y entusiasmo del que completa una actividad turística.
Yo desentono. Hablan en idiomas desconocidos, tan extraños en mi realidad, que aunque los quisiera aprender, jamás los entendería.
Pero en algunos momentos, el alrededor más próximo se acalla y se aleja de mí.
Superpongo la imagen frente a mis ojos con imágenes creadas mediante mapas vistos anteriormente. Presumo la zona. Decido cuál es la parte en donde mi abuelo corría entre plantaciones de batata y caña de azúcar. Traslado hasta ahí, los espacios verdes que hay debajo nuestro en el límite de la base y pinto de eso toda su superficie. Elimino las pistas de aterrizaje grises y multiplico los árboles, coloreo con verdes de distintas intensidades, imito las zonas de pasto secas, los arbustos. Delineo las pequeñas casas. Reconstruyo la aldea y observo mi obra. La imprimo en mi memoria.
Una masa espesa de nubes le da techo a mi aldea. Los aviones la sobrevuelan y desaparecen a lo lejos. Algunos aterrizan muy cerca nuestro y se escuchan exclamaciones de asombro.
Vista de la Base Aérea de Kadena
Después de algunos minutos instalada en la baranda, una parte de la masa de nubes grises y oscuras comienza a salpicarse de tonos blancos. En esa porción, la nubosidad toma cuerpo por la iluminación cenital y se percibe su masa, su espesor. Al desenfocar la vista de ese sector para percibir la totalidad, veo que se asoma entre la nubosidad de Kadena, una elipse que resplandece sobre el techo de la casa de Choko, dejando caer entre las nubes, lágrimas de luz sobre la tierra.
Esto es lo más lejos que puedo llegar. Y es lo más cerca que puedo estar.
Nota: Melina Gioia Oshiro @oshiro_gio
Fotos: Rocío Castelo @rroocciiaa
Melina Gioia Oshiro nació en la Ciudad de Buenos Aires. Es nieta de una pareja formada por un inmigrante okinawense y una hija de inmigrantes italianos. Es Arquitecta egresada de la UBA y cuenta con estudios de Maestría en Gestión y Planificación del Transporte. Se desempeñó por más de doce años en el ámbito de la arquitectura y la planificación de la movilidad tanto a nivel nacional como internacional. Obtuvo el premio “Joven Destacado Nikkei 2022” en el área “Profesionales” de la “XXXVII Edición de los Premios Joven Destacado Nikkei 2022” otorgado por el Centro Nikkei Argentino. En el año 2023 viajó a Okinawa en el marco de una beca de capacitación para la sociedad nikkei otorgada por JICA. Actualmente se encuentra cursando el último año de la Tecnicatura en Cultura y Lengua Japonesa del Instituto Nichia Gakuin.