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Katsuhiro Ōtomo y su piedra angular

“Akira”, la película de la obra homónima del mangaka Katsuhiro Ōtomo, marcaría a muchos de los que la vieron, como a nuestro colaborador que la recuerda de esta manera.

La primera vez que presencié sangre en una película animada quizá haya sido no sólo una de las experiencias que más recuerdo de mi infancia, sino también un momento revelador. Alguien había tomado las herramientas propias para entretener a un infante y las había retorcido hasta darle un nuevo significado. Allí estaba, en el piso del comedor viendo como un profesor metía a un grupo de alumnos en el interior de una picadora gigante. Se trataba de “The Wall” de Alan Parker. Sin saberlo, aquella escena se transformaría en un presagio próximo a mi vida escolar; pero eso es otro tema.

Katsuhiro Ōtomo, el “mastermind” de Akira.
Katsuhiro Ōtomo, el “mastermind” de Akira.

Sin embargo, la segunda vez que la pantalla se empapó de un rojo animado fue poco después, en un film que debe considerarse a esta altura el equivalente cyberpunk a “Citizen Kane”. Aquel ciudadano se llamaba “Akira”, y Katsuhiro Ōtomo era el responsable de haberme enseñado un mundo nunca antes visto; y todo por haber alquilado un cassette que se aburría entre el polvo del video club y la indiferencia de los consumidores, todo porque esta cajita de plástico exhibía a un personaje con cara de pocos amigos mientras detrás, una ciudad tan gris como apocalíptica inauguraba su monstruosa belleza. Y todo esto porque una franja al margen de la carátula advertía con el fruto de la tentación: “Sólo para adultos”.

¿Por qué estos dibujitos no debían ser vistos por los pequeños? Sabía que Japón producía un material muy diferente al que Disney nos tenía acostumbrados tanto en el cine como en la pantalla chica. Japón era Mazinger con mayúsculas, Ultraman y Godzilla; y cada criatura que aterraba a los ciudadanos destruyendo edificios de cartón. ¿Pero sangre? La sangre parecía una cuestión impensada en el trasfondo de las historias que habituaba a consumir, mucho menos escenas de desnudos; o tramas que solicitaran un desarrollo más profundo que la mera acción de los personajes.

Primeros minutos: un puente atraviesa una metrópolis gobernada por edificaciones altas, adheridas una a las otras, como si fuesen siameses de ladrillo y cemento. Es Tokyo, y estamos llegando al final de la década de los ochenta. En el horizonte, sin pereza, una explosión se abre dejando la pantalla en blanco. No hay sonido. Una imagen vale por mil palabras. Aún no hay sonido. Ahora nos encontramos en el 2019, después de la tercera guerra mundial. Tokyo es Neo Tokyo, una fábrica de pesadillas y sueños rotos. Inhumana, violenta y sectaria. Los minutos pasan y creo ser testigo de la mejor persecución motorizada que se ha hecho en una película animada. No hay medias tintas, y en la pantalla sólo reina la oscuridad. Y la oscuridad llega aniquilando a la inocencia.

En estos momentos, un par de décadas después de haber visto por primera vez “Akira”, me zumban los oídos al revivir la escena donde el auto gigantesco se presenta ante Tetsuo para atormentarlo aún más (¿Acaso es una marcha lo que suena en las penumbras?), la sangre corre desde la planta del pie; y todo se aclara, volviendo a una realidad macabra.

Akira significó –definitivamente– un antes y después en mi forma de apreciar arte. Debía seguir encontrando piezas radicales que evidenciaran no sólo el carisma de sus creadores, sino también la insolencia y la vanidad por resaltar del resto. El arte debía ser peligroso, y quemar tanto que las marcas serían inmortales. Por suerte “Akira” fue un buen inicio. El camino estaba despejado, era hora de emprender el éxodo.

Acerca de Cristián Damnotti

Escritor. Amante de las historias. Colaborador mensual de Alternativa Nikkei desde abril del 2012. Dos de mis cuentos fueron publicados en la revista “Insomnia” el año pasado (en los meses de julio y diciembre). Coleccionista de libros y películas de terror. Trabajando siempre en nuevas historias.

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