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QUEQUÉN: PRETEMPORADA DE ATLETISMO

“Aru hi  mori no naka / kuma-san ni de atta”,  eran algunas de las canciones que se cantaban en uno de los dos fogones que se hacían en los campamentos de las pretemporadas de atletismo organizadas por Juan Carlos “Poldo” Kerwitz, entrenador en la Sociedad Alemana de Gimnasia de Lomas de Zamora.  

Durante 12 días teníamos doble jornada de entrenamiento en la playa de Quequén, pegadito a Necochea.  A las 8 am había que levantarse, a las 9 am era el desayuno con mate cocido y pan con mermelada, y a las 10 am teníamos que estar en la arena entrenando.

Los entrenamientos en Quequén eran el anticipo de las competencias de los torneos de la Federación Atlética Metropolitana.  Muchos chicos nikkei pasamos por esos campamentos frente al mar. Y casi siempre, la sobre exigencia en algunos atletas estaba justificada. 

Durante el campamento, también se hacía una caminata hasta el naufragio del buque Caribea, que había llegado a la playa luego de una fuerte tormenta en 1980.  Barco que durante dos años había permanecido en el puerto Quequén con un capitán nórdico y cinco tripulantes.

Además de canciones, en los fogones, había juegos en ronda y poemas.  Entre tantos signos de cooperación Argentina- Japón, estaban los muñecos “terubozu “que se colgaban del techo del tinglado durante los días de lluvia.

Muchas historias de fantasmas rodeaban al naufragio, que gracias a las palabras de los chicos mayores no nos atemorizaban.   Esta navegación sin bandera ni puerto de origen llegó a la costa argentina luego de pasar por Montevideo y Recife sin motivo aparente.  

Durante la mañana,  hacíamos pasadas en playas extensas o subíamos médanos corriendo. “Manos en la rodilla, cabeza gacha y cuando el agua llega al talón, levanto cabeza y corro”, en una especie de rezo sostenido, “Poldo” daba indicaciones antes de que los jóvenes corriéramos en dirección contraria al mar. 

Luego del almuerzo, la hora de la siesta “no tan siesta” era invadida por juegos de cartas en los que nacían lazos de amistad eterna.

La posta ida y vuelta hasta la escollera en la que usábamos un cucharon de cocina como testimonio era una de las pruebas más importantes del campamento: los más veloces corrían el primer tramo con viento a favor y el resto corríamos con viento en contra.  Cada prueba tenía táctica y estrategia y siempre había algún “preferido” que  evitaba llevarse la peor parte.

A la chocolatada de la tarde,  le seguían horas de vóley en la playa y futbol mixto en la que “el gol de mujer valía doble”, estrategia en la que los varones armaban las jugadas y las chicas pateábamos al arco.  Para los juegos, estábamos divididos en dos equipos con nombres como “Sandía y vino tinto”.

También tirábamos piedras para sumar metros por equipos y estaba el juego nocturno (que debía jugarse en una noche sin luna), donde la vida era una vuelta de hilo atada a la muñeca y cada equipo tenía que sumar vidas o quedarse con la bandera del otro equipo.

La última prueba por equipo era un cross desde el faro hasta el campamento.  Casi todos éramos adolescentes y el Cagaso Pre Cros (CAPREC) nos llevaba a terminarlo.  

Competíamos sólo por el puntaje, no había premio y siempre había alguna pelea de adolescentes que terminaba con llantos en los que parecía que el mundo se caía, pero así fuimos creciendo como atletas y seres humanos.

Autor: NORA GOYA

Licenciada en Periodismo (UNLZ) y en Enseñanza en Artes Audiovisuales (UNSAM).  Colaboro con medios gráficos impresos y digitales.  Trabajé como docente en el Instituto de Arte Fotográfico y Técnicas Audiovisuales de Avellaneda y en la Universidad Nacional de San Martin.

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